No creo que me haya planteado nunca ir a Chipre. O al menos, que me lo haya planteado con más intensidad que ir a Sevastopol o a Alpedrete. Pero un puente en Mayo y 100€ de billete consiguieron que nos diéramos una vuelta por la que es la tercera isla más grande del Mediterráneo, superada por Cerdeña y Sicilia (segunda y primera respectivamente).
Una de las grandes cosas que tiene viajar, es que aprendes. Un aprendizaje que es de primera mano, que lo ves, hueles y sientes. Oímos griego, mucho griego. Vimos un muro que separa Nicosia en dos (¿Quién sabía que aún existen muros de Berlín en la Europa del Euro?). Sentimos el frescor de la montaña y el olor de los pinos. Y cuando aprendes así, nunca lo olvidas.
Siguiendo la línea del blog, no queda
más remedio que hablar de montaña. Porque Chipre, tiene montañas
con nieve, pistas de esquí y bosques exóticos de pino, plátanos,
castaños de indias y algún Quercus cuya especie no hay por nuestras
latitudes. Es un país predominantemente montañoso con dos cadenas
de montañas: Pentadáctilos, en el norte, y Troodos, en el suroeste,
que culmina en el pico del Monte Olimpo (1.952 m).
En la cumbre del Olimpo hay un poco decorativo radar de la OTAN. No obstante varias rutas de diferente longitud y dureza serpentean por el Troodos.
Nosotros subimos al Mte Olimpo en coche (llega una carretera hasta la cumbre), tras recorrer un montón de kilómetros por carreteras desiertas entre montes de pinos extensísimos.
El País tiene muy interesantes ruinas Romanas, asentamientos neolíticos y ciudades muy coquetonas. Nicosia, la capital, decepciona un poco. Según nos informaron, existen alguno de los mejores pecios del mundo para bucear, como el Zenobia.
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